Ustedes me perdonarán, pero a veces, o muchas, o casi siempre, anda uno tres pasos por detrás de la actualidad de la tele, y eso que la tele entra en mis venas hasta confundirse con la masa de mi sangre. Sí, veo demasiada. Digo esto porque hace cuatro horas que he caído del guindo. ¿Recuerdan que Isabel Rábago, periodista del corazón que mueve manos, abre boca, gesticula, señala, amaga con irse como las grandes, de Lidia Lozano a Eduardo Inda si algo no les va bien, fue nombrada por el PP madrileño, mano a mano con Isabel Díaz Ayuso, para entrenar a los políticos del partido para que estos supieran moverse con soltura en los platós de televisión? Pues sí, así fue. Era 2018. Hoy, la señora, ha dicho basta. No cree en los políticos, dice que mienten más que hablan, y que su decepción es mucha. Y se fue antes que Borja Sémper, que conste.

Pero lo que me llama la atención, y lo digo porque esta mujer no es del batallón de las estrellas rutilantes de los platós, es que alguien del PP creyera que una periodista que trasiega chismes en la pantalla, que es experta en cotilleo, tendría el perfil idóneo para dar clases de telegenia, conjunto de cualidades de una persona que la hacen atractiva en televisión, según define la carta magna de nuestra lengua. Llego a tan absurdas como altas e inútiles reflexiones ahora que me la encuentro sentada en el sofá de Viva la vida, programa basura que presenta Emma García con la elegancia que merece y ella sabe imprimir. Está claro que su paso por la política, antes del desencanto, no dejó mucha huella. Sólo hay que ver a la propia Ayuso, al alcalde Almeida. Pero la pregunta es ¿quién pensó que Rábago sería buena profe de telegenia?