Los canarios, en general -aunque desde hace apenas dos generaciones-, hemos sentido una especial fascinación por el transporte aéreo. Es probable que por ser la gran panacea que rompe la insularidad que impone la geografía. Mi padre me solía llevar a mí y a mis hermanos más de un domingo a echar la mañana en la terraza del aeropuerto de Gando, allá por finales de los 70 y comienzos de los 80. A falta de centros comerciales, era una práctica bastante común. Gracias a ello yo mismo me convertí en un avezado reconocedor de modelos de aviones.

Aprendí a reconocer un Boeing 727, el favorito de la época para ir a la Península; un Douglas DC-8, cuatrimotor de largo recorrido que paraba en Gando de ida o de vuelta a Caracas y del que vi bajar en varias ocasiones a muchos miembros de mi familia, quienes para mi asombro infantil habían recorrido medio mundo en aquel monstruo de metal; un McDonell Douglas DC-9, el de dos motores atrás, que estuvo volando hasta antes de ayer y que era muy escandaloso, y distinguirlo de sus hermanos mayores, los MD-80. La fiesta era mayúscula cuando veíamos a la bestia Boeing 747. Y mi preferido: el DC-10, trimotor que aún hoy me sigue pareciendo el avión más hermoso que se haya construido jamás. Era la época en la que para subirse a un avión mi madre iba a la peluquería y a nosotros nos compraban ropa nueva.

En poco más de medio siglo desde que fue tomada esta instantánea en 1940, Gando pasó de aeropuerto nacional con una pista de tierra de 700 metros y un hangar capaz únicamente de alojar a pequeños aviones de pistones en los que cabían cuatro gatos (y a los que, francamente, sólo me hubiera subido si no me hubiera quedado más remedio), a flamante aeropuerto internacional de Gran Canaria, con dos pistas (y amenaza de una tercera) de más de tres kilómetros de largo y una sucesión interminable de terminales (qué paradoja) y de tiendas duty free, capaz de manejar 13.500.000 de pasajeros al año en no sé cuántos aterrizajes y despegues.

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