Crítica

Jardines y anillos

Clemente, junto a la Filarmónica y al maestro Stein, en el auditorio.

Clemente, junto a la Filarmónica y al maestro Stein, en el auditorio. / Sabrina Ceballos

Davide Paiser

El concierto 14 de la presente temporada de la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria, que pudimos disfrutar el pasado viernes, fue un evento especial. En primer lugar, por la presencia sobre el escenario del Auditorio Alfredo Kraus del pianista grancanario Ignacio Clemente, quien ofreció una inolvidable versión de las Noches en los jardines de España de Manuel de Falla. Y también porque, en la segunda parte del concierto, tuvo lugar el estreno en la isla del arreglo que el holandés Henk De Vlieger ha realizado del ciclo del Anillo wagneriano con el subtítulo “Una aventura orquestal”. Un programa que aúna dos propuestas musicales muy distintas y que la orquesta, bajo la dirección de Markus Stenz, supo compaginar con maestría y gran éxito ante el público que abarrotaba el Auditorio.

Noches en los jardines de España, compuesta al regreso de su estancia formativa en París, es un ejemplo claro de cómo Falla lleva el aprendizaje modernista del impresionismo a los modos y giros musicales andaluces. Compuesta por tres movimientos que llevan los evocadores títulos de “En el Generalife”, “Danza lejana” y “En los jardines de la Sierra de Córdoba”, es una obra ideada inicialmente como una serie de nocturnos para piano solo y conservará en todo momento tal carácter intimista y misterioso. El gran pianista Ricardo Viñes convencería a Falla para hacer de ellos una composición para piano y orquesta, si bien será otro virtuoso, José Cubiles, quien la estrene en el Teatro Real de Madrid el 9 de abril de 1916.

La interpretación de Ignacio Clemente fue un dechado de elegancia y buen gusto, en un papel en el que el piano comienza y termina de manera casi inadvertida, fundido en las atmósferas que crea la orquesta, para destacarse después en los momentos temáticos, con sus bellas melodías y sus pasajes de brillo y complejidad rítmica. El balance sonoro, que podía apreciarse incluso desde zonas altas de la sala, permitió a espectadores y oyentes disfrutar de íntimos y emotivos fragmentos camerísticos, como los protagonizados, con gran finura, por los solistas de cuerda. Clemente, verdadero especialista en la música de la Generación de la República, aquellos ilustres continuadores de la obra de Manuel de Falla, regaló al público, como bis, una magistral versión de una pieza breve de Mompou.

Si bien el maridaje estilístico entre la primera y la segunda parte del programa podía augurar algunas dificultades, la convincente intervención de la Filarmónica, aupada en su espectacular sección de viento metal, venció cualquier resistencia al respecto. Aunque es cierto que Manuel de Falla, gran renovador de la música hispana, nació en 1876, mismo año del estreno del ciclo completo del Anillo del Nibelungo y pese a la admiración manifiesta que el gaditano sentía por la música de Wagner, cuyos logros para el desarrollo del lenguaje y la expresividad musical eran incuestionables, la música de Falla, como la de Debussy, busca romper con la grandilocuencia romántica que tiene en el monumental Richard Wagner acaso a su más rotundo representante.

Falla, que en París tiene contacto con la constelación anti-romántica en torno a Dukas, Debussy, Ravel, Stravinsky o los llamados “Apaches”, desarrollará un estilo que quiere retornar a las formas breves del barroco, que dialoga con las canciones y danzas populares, con el cante jondo y las músicas tradicionales y no comparte las nociones de la melodía infinita ni los desarrollos trascendentales del alemán. Sin embargo, es indudable que la música contenida en esta “aventura orquestal” incluye algunas de las páginas más célebres del compositor, incluso aunque haya quienes puedan pensar que una reducción drástica del descomunal ciclo wagneriano en un arreglo de estas características sea una traición al espíritu mismo que anima una obra de esa envergadura; una obra, el Anillo, compuesta a lo largo de veintisiete años, plasmada en cuatro óperas que suman quince horas de representación. No obstante, el ágil arreglo de De Vlieger consiguió trocar esa grandiosidad teutónica en un itinerario trepidante de poco más de una hora, durante el cual, la Orquesta Filarmónica supo deleitarnos con temas que son verdaderos hitos del repertorio clásico y que de algún modo, por culpa de Coppola, también están ya en el oído de todos.