Se mueve en ese terreno que combina el cine religioso, muy poco habitual en Hollywood en los tiempos actuales, con el drama familiar en el seno de un alegato excesivamente maniqueo yes un producto muy simplista respaldado por una iglesia baptista norteamericana.

Un cuidado y elaborado artefacto encaminado a exaltar la fe cristiana, por un lado, y a sacar partido del gran éxito de una canción, ‘I can only Imagine’, que se ha convertido en el tema góspel más vendido de todos los tiempos.

No solo eso, ya que con sus dos millones de descargas, la canción alcanzó el estatus de doble platino, un hito que es la primera vez que se produce. De hecho, la canción se inspiró en la propia cinta, de modo que cuenta todo el proceso familiar que conduce a que aquélla tome cuerpo.

Es así como conocemos que el niño Burt Finley vive una infancia terrible en la que sufrió malos tratos por parte de un padre, que no mostró ni el más mínimo cariño por él y que lo trataba con desprecio.

Tanto es así que su madre, incapaz de soportar semejante infierno, abandonó el hogar. Solo pasados algunos años, cuando Burt era ya un músico reconocido y su padre contrajo un cáncer terminal, las cosas empezaron a cambiar fruto de que este último se dio cuenta de lo injusto que había sido.

En semejante circunstancia tomó conciencia de que debía pedir perdón. Contada mediante vueltas atrás, el trabajo delos directores, los hermanos Andrew y Jon Erwin, es discutible y abusa de situaciones muy blandas que restan rigor a las imágenes. Autores de tres largometrajes previos (October baby, Desmadre de madres y Woodlawn), su mayor defecto es la idealización exagerada y un final feliz, incluida su reconciliación con Shannon, el amor de su infancia, que rebasa todos los límites y que nos lleva a las fronteras del cuento.

Tampoco la interpretación está a la altura deseada, especialmente en lo que atañe a un Dennis Quaid que está muy poco convincente. Lo mejor, sin duda, la canción que da título a la película en su versión original