Ni la reafirmación del amor a Patricia de Carlos Sobera después de las campanadas en Mediaset, un Sobera que no apareció en tanga, ni con el pecho rejunto por el corsé, ni el último ni el primer anuncio del año, ni los descacharrantes gags de José Mota en La 1 y su brillante especial, ni la elegancia clásica de Anne Igartiburu con los cocineros más activos, ni por supuesto las brillantes frases que pasaban por el faldón de la pantalla de La 1 en su especial Cachitos de hierro y cromo, que volvió a ser la mejor «gala» de la oferta musical en Nochevieja, nada, nada de lo que sucedió la última noche del año tuvo al día siguiente ni en el momento en que se producía el efecto que tuvo el vestido o, mejor, El Vestido. Ya ha adquirido categoría de fenómeno social. El Vestido, como sé que sabe sin más explicaciones, es el vestido de Cristina Pedroche.

Lleva tres años dando la campanada -perdón por la obvia reiteración- gracias no tanto a la tela de la vestimenta como a qué cantidad de carne enseñará este año. Empezó a jugar con las transparencias, una afición más peligrosa que la de Camilo Sesto por el bótox y la silicona, y cada Nochevieja, para mantener el interés y hacer de las campanadas ya de La Sexta ya de Antena 3 un titular y unos índices de audiencia memorables, debía de ir enseñando más jamón y pechuga y acortando la mancha de los encajes. Este año dicen que lo que llevaba puesto, un bañador cubierto con un tutú, se ponga como se ponga, lo ha dise- ñado Pronovias. No le quito mérito a la proeza, y la tiene inventarse algo para no dañar la escultura de un cuerpo glorioso sin que parezca que va en pelota picada. Que al lado estuviera Chicote es tan irrelevante como esta columna, dedicada a un no vestido.