Amparo R. Montero

En el número 46 de la calle Valencia se erige desde hace ya más de medio siglo el Samoa. Un lugar cargado de historia que se convirtió en el referente para los obreros del barrio de las Alcaravaneras y aficionados de la UD, que aprovechaban la cercanía con el antiguo Estadio Insular para celebrar las victorias o calmar las derrotas entre las copas y tapas del restaurante que, en un principio, era una pequeña tienda de aceite y vinagre que abrió a mediados de los años 40 Manuel Padrón Morales. Una imagen que ahora cuesta imaginarse tras la última reforma a la que se ha sometido el establecimiento en el que los tintes marineros de siempre se fusionan con una decoración moderna y vintage para dar la bienvenida a los comensales que quieran disfrutar de sus famosos churros de pescado y ensaladilla rusa.

"Ya teníamos un aspecto demasiado clásico, necesitábamos un cambio", cuenta Carmen Padrón Falcón, hija del ya fallecido propietario que, desde 1994, está al frente del local que hasta hace nada mantenía la apariencia con la que se ganó a la clientela antaño. Primero, en la tiendecita que montó en la casa terrera que compró Manuel, en cuya trastienda vivían su mujer Paquita Falcón Mujica y su prole hijos, y en cuyo pequeño mostrador se despachaban carajacas y pejines. "Apenas ocupaba la mitad de lo que es ahora el restaurante", recuerda con memoria fotográfica el hermano mayor de Carmen, que también se llama Manuel.

Fue unos años más tarde, en 1957, cuando el difunto Padrón Morales construyó un bar que compartía emplazamiento con el primigenio negocio en el que se daba de comer a los obreros que en aquellos años trabajaban en el recién cimentado Mercado Central, como así recoge Marisol Ayala en 2008 en el reportaje que realizó con motivo del 50 aniversario del establecimiento que desde hace tiempo gestiona la sociedad formada por los herederos de Manolito, como le llamaban cariñosamente, que también componen sus hijas Francisca y María del Pino. No fue hasta el inicio de la década de los 60 cuando el Samoa abrió como tal, adoptando el nombre que el entonces pequeño Manuel copió de una de las islas de la Polinesia que encontró ojeando un atlas.

"La segunda planta, en la que nosotros estuvimos viviendo un tiempo, se sumó al restaurante en 1976 y en aquella época fue un boom", rememora Carmen, "pero desde entonces se hicieron pocos cambios y ya tocaba". Con esta idea, el Samoa permaneció cerrado varios meses durante del pasado año para ejecutar la remodelación. Basta con echar un vistazo alrededor para darse cuenta de que el resultado es tan llamativo como luminoso. Y es que por todo el comedor principal cuelgan cuadros de barcos y se reparten sillas de madera lacadas en blanco, verde y azul. "Son las mismas de antes, solo que las hemos pintado y puesto cojines nuevos", explica Padrón.

También se conservan la barra y un antiguo molinillo en el inmueble en el que se han realizado obras de mayor envergadura tales como trasladar los baños a la planta baja donde también se ha creado uno específico para personas con movilidad reducida. La cocina también se ha movido de la parte inferior del edificio a la segunda planta, donde convive con 13 mesas cubiertas con una anaranjada mantelería. "Antes teníamos más aquí arriba", comenta la gerente en referencia a la visible reducción de espacio en el que antes cabían más comensales.

No obstante, Carmen Padrón está contenta con la manera en la que ha quedado el establecimiento y, más aún, con la acogida que tuvieron tras su apertura el pasado 4 de noviembre. "Todavía teníamos que hacernos a los cambios y la verdad es que nuestros clientes han tenido mucha paciencia y comprensión con nosotros y eso nos llena de satisfacción", asegura. En lo que no ha habido modificaciones es precisamente en los gustos de la clientela que, aunque tiene nuevas ofertas en la carta como virutas de foie, hamburguesitas o crujientes de marisco; sigue apostando por lo de toda la vida: sesos de ternera, churros de pescado y, por supuesto, ensaladilla rusa.