Estados Unidos es un país necesitado de héroes, aunque sea también un territorio que olvida pronto las gestas de quienes entregaron sus mejores años a la causa. Pero en estos tiempos de millenials, tan prestos a crecer resabidos y a presentarse ante la platea precozmente, resulta necesario recordar quiénes fuimos y de dónde venimos para poder encarar el porvenir de manera firme y con buenos asideros. Al menos, en el imaginario estadounidense, necesitado de reinventarse para perpetuar su relato de gran nación de mejores hombres.

Hay en este St. Vincent una película que explica la redención de un hombre perdido a raíz de su amistad con un chaval no menos perdido que los adultos que le rodean, un curioso vínculo que lo emparenta con ese Gran Torino con el que se despidió Clint Eastwood como intérprete, pues aquí el papel de veterano que ha cumplido con creces su deber con la patria es un Bill Murray al mismo nivel ético que Eastwood. En pantalla, claro.

Murray es otro de esos actores quinta esencia del cine estadounidense y su rostro agridulce resume los sinsabores de un país que desde la era Reagan parece estar agotado y fuera de sí. Reivindicado por varias generaciones, en St. Vincent se homenajea, con lágrimas y azúcar. Imposible no emocionarse.