No ha perdido toda su capacidad de seducción y parte todavía de su caudal humorístico es ingenioso y brillante, pero es obvio que esta segunda entrega de las peripecias del osito de peluche Ted, tras la que vimos en 2012, no alcanza la altura de la primera y sus excesivas dos horas de metraje acogen algún que otro altibajo que no aparecían en la cinta previa.

De todos modos no cabe hablar de decepción plena y tampoco hay que entonar el requiem por el futuro de una hipotética serie, ya que parece que todavía hay motivos para la sonrisa. Lo que sí puede pasar factura es la tendencia obsesiva y permanente de multiplicar los términos sexuales en su vertiente banal que saturan los fotogramas de principio a fin.

El creador del personaje y de los dos largometrajes, que además presta su voz al osito en la versión original, Seth MacFarlane, deberá modificar parte de su arsenal humorístico si no quiere asistir al fin de una aventura cinematográfica que empezó con buenos augurios y que gozó de un éxito internacional extraordinario en base a un concepto discutible pero renovador de unos diálogos impregnados de la más actual y demoledora cultura sexual.

En esta continuación de la experiencia vital de Ted la novedad más importante es que el osito contrae matrimonio con la bella pero algo vulgar Tami-Lynn, en tanto que el que fuera su propietario, John se ha divorciado de Lori Collins a la vista del fracaso que ha supuesto el matrimonio.

Lo peor, sin embargo, es que las cosas de los nuevos esposos tampoco funcionan como cabía esperar y antes de que se produzca otra ruptura Ted propone, como último recurso, que sean padres. Algo que entraña, por supuesto, la búsqueda de un donante de esperma y todo un proceso ginecológico. Cuando parece, no obstante, que la solución puede funcionar, las leyes locales se ponen en contra, ya que Ted es declarado «propiedad» y se le anula la condición de «persona».