Un compendio funesto de lugares comunes encauzados por la vía del thriller más tópico e irreal que si ya en su primera mitad desprende un clima de absoluta incredibilidad, en la segunda y, sobre todo, en sus minutos finales adquiere caracteres puramente grotescos. Es todo no ya inverosímil, es caprichoso y ridículo con tendencia a llegar al más puro delirio para tratar de configurar una tensión y un suspense que ni existen ni se intuyen.

Se comprende perfectamente que un producto como éste solo obedezca al capricho de la protagonista, una Jennifer López que es no sólo la protagonista, también la productora y en este sentido se ha permitido un lujo que le puede salir caro habida cuenta de la pobre entidad de los materiales empleados. Eso y el hecho de que el veterano director Rob Cohen, autor de títulos más dignos en el plano de la taquilla, del orden de la primera entrega de A todo gas, La Momia y Dragon: la vida de Bruce Lee, se muestra a un nivel muy inferior al que nos ha acostumbrado en su trayectoria.

Con un título original tan socorrido como El chico de la casa de al lado, se intuye previamente por donde van los tiros, aunque no era previsible que la cosa pintara tan mal. Jennifer López es Claire, una mujer casada en una delicada situación, separada temporalmente de su marido, Garrett, como consecuencia de que éste le ha engañado con otra, y entregada a un hijo adolescente, Kevin, que trata de nadar entre dos aguas en relación con sus padres. Con este cuadro familiar nada convincente, irrumpe de pronto en la casa de al lado un apuesto joven de 19 años, Noah, que es todo un dechado de virtudes.

Además de atractivo y seductor es un manitas, en todos los aspectos, especialmente en lo que atañe al bricolage y se presta de inmediato a ayudar a sus vecinos, sobre todo a Claire, en lo que haga falta. La secuencia determinante de la cinta, previsible con tales antecedentes, no es otra que la intensa noche de amor y de sexo que pasan juntos, en un gravísimo error de ella, que va a que va a condicionar su futuro .A partir de aquí lo que sigue es el todo vale, aunque eso incluya soluciones que, francamente, rozan el estupor.