Sus estímulos siguen siendo las secuencias de baile, un auténtico espectáculo de atletismo, agilidad y algo parecido a la gimnasia urbana y al breakdance, que permite a especialistas en la materia crear números realmente brillantes. Pero eso no parece suficiente para dar cobertura a una película que en realidad no es otra cosa que una reconversión en cine de ficción del documental Planet B-Boy, que el propio director Benson Lee rodó en 2007.

El reto tenía algunos alicientes, aunque todo indica que los resultados no están a la altura de las expectativas y que el documental interesaba más. Algo que confirma la escasa capacidad de convocatoria de la cinta y que ni aun la copia en 3-D, realmente innecesaria, haya cuajado. Es más, si restamos los bailes, la cinta no sólo se despoja del alma, es que no queda prácticamente nada.

Convertida en un algo así como un musical concurso que culmina con el consiguiente campeonato del mundo en el que Estados Unidos se lo juega todo a una carta, la historia se desliza por dos pendientes peligrosas, el proceso de ensayos de los trece bailarines que han sido seleccionados para conformar el dream team norteamericano, que aspiran a recuperar un título mundial que no han conseguido desde hace casi dos décadas, y las escenas que configuran el desarrollo del propio campeonato, en el que han de enfrentarse a formaciones extraordinarias, especialmente a Francia, Rusia y, sobre todo, Corea, los asesinos de Seul.

El escenario es la bella ciudad francesa de Montpellier, engalanada el efecto y convertida en sede de la olimpiada del hip-hop. Para entrenar a un conjunto individualizado y cuyas figuras van por libre se ha escogido a un profesor experto e idóneo, Jason Blake, que pasó por el terrible trance de perder a su familia en un accidente de tráfico. Ahora, sin embargo, ha superado en alguna medida la tragedia y está decidido a hacer del equipo USA un grupo en el que lo colectivo predomine sobre lo individual y en el que se imponga la disciplina.