Nunca decae la afición del gran público a las Carmina burana, canciones libertinas halladas en el monasterio benedictino de Buran (Buren o Beuren, si se prefiere) y transferidas por Carl Orff a la música-espectáculo. Si a esto se añade la no menos espectacular producción escénica de La Fura dels Baus, el éxito está garantizado. Las dos funciones fuera de abono del Festival agotaron la taquilla y concluyeron con ovaciones comparables a las que provocan las estrellas del rock. Un júbilo de esta dimensión siempre merece la pena, porque anima el nexo de la música y las grandes audiencias. Además, el Festival lo ha confiado a intérpretes de la solvencia del maestro Pedro Halffter con la Orquesta y el Coro Filarmónico de Gran Canaria, además del justamente afamado Orfeón Pamplonés.

Hace bastantes años, la Comisión Asesora del Festival decidió no volver a programar las Carmina burana. La excepción estuvo justificada en este caso por ser la primera vez que se representaba en las Islas como cantata escénica y por la fama de la versión furera desde su estreno en 2008. Todas las opiniones son respetables, incluso la mía, y por ello me atrevo a manifestarme decepcionado por este trabajo de Carlus Padrissa, un creador de culto, como lo es La Fura desde que, en los comienzos de su trayectoria (últimos años ochenta del siglo pasado) eligió el galpón del Refugio, en la zona de Santa Catalina, como escala de su lenguaje fundador, salvaje, sádico y revulsivo. Con La Atlántida de Falla ante la fachada de la catedral de Granada (últimos noventa) se iniciaron en la gran música teatral con una fantasía y un lirismo para mí inolvidables. Desde entonces han escalado al "top" de la escenografía operística y triunfan en media Europa. Hicieron de todo con calidades excepcionales como las del Anillo wagneriano en Valencia y Florencia, prosiguieron con menos éxito en Milán y rozan el tópico en lo que acabamos de ver. Estas Carmina de raíz medieval señalan la necesidad de una parada para rearmar el imaginario y evitar la reiteración o el manierismo. Padrissa echa mano de numerosos iconos que nacieron con espectáculos geniales, como el aljibe portátil donde chapotea una soprano, las grúas que suspenden a los cantantes sobre el escenario, la acción de los coros, los videogramas (cada vez más figurativos), etc. Son "tics" que deberían motivar un espacio de reflexión como el que se ha dado Ferrán Adriá, otro creador catalán de renombre mundial.

Padrissa queda por debajo de su nivel al convertir lo que pudo ser una memorable saturnal pagana del vino, el sexo y el juego, en un espectáculo fragmentario de gran "burleske" o cabaré. Bien es cierto que la música de Orff dista años-luz de la de Falla, Berlioz, Wagner o Ligeti, pero la sensación del dejá vu planea peligrosamente como un código banalizador que sirve para todo. Y tampoco es perfecta, quizás por escaso ensayo, la sincronización de los elementos sonoros sometidos a un emplazamiento no convencional, en que los conjuntos no se ven entre sí ni pueden seguir la batuta con la atención exigida por los ritmos repetitivos, simplones y charangueros de la partitura. De las mediocres voces solistas solo se salva el contratenor Vasily Khorosev con el famoso número del pato trinchado en un asador.

Lo innegable fue la brillantez general, el entusiasmo de los no prejuiciados por la trayectoria de La Fura y el éxito del Festival al nuclear una vertiente de su programación en el impacto de un imaginario sorprendente. Hasta ahí, sí.