En la cartelera española de la ópera no hay quien reconozca los usos y costumbres de ayer mismo. El orden de los gustos era Verdi/Puccini en primer lugar; Puccini/Verdi en el segundo; y, a continuación, Bellini/Rossini/Donizetti/Bizet, con un poco de Mozart para quedar bien. Los aficionados viejos hemos perdido la cuenta de los Rigoletos y Bohemes vistos a lo largo del tiempo, pero tenemos memoria específica, por escasos, de los títulos que ahora mismo copan los teatros. En el espacio de un mes han subido a escena Tristán e Isolda de Wagner en Bilbao, Pelleas et Melisande de Debussy en Madrid, La Walkiria de Wagner en Sevilla, Boris Godunov de Mussorgski en Valencia y Le grand Macabre de Ligeti en Barcelona, casi todos con grandes producciones firmadas por estrellas como Bob Wilson, Andrei Konchalowsky o La fura dels baus. Aunque no podamos verlo todo, lo que importa es la presencia normalizada de algunas obras maestras de los siglos XIX y XX, que augura una ruta similar a las todavía minoritarias del XXI.

Atreverse con ese repertorio y sus costes denota confianza en la respuesta de los públicos y desmiente los argumentos de la pasada reacción. Los programadores españoles fueron diligentes con la música de concierto, más barata en producción y taquilla, pero sintieron hasta ayer mismo el pánico de las desbandadas en los entreactos de las óperas "difíciles". Poco a poco dejaron de temblar y empezaron a sentirse orgullosos de sus audacias. Por fin, nuestros teatros se codean con los mejores de Europa y sobrepasan el nivel estético de los norteamericanos y japoneses. La crónica "crisis de voces" ha perdido fuerza disuasoria porque afecta a todos por igual y alienta el descubrimiento de nuevas opciones canoras allí donde el encasillamiento tomaba las bastillas. La penuria económica alcanza a los teatros, como no podía ser menos, sin motivar repliegues a los viejos "valores refugio". Somos parte de la comunidad lírica internacional y las vacas sagradas de la batuta (Maazel, Mehta, Abbado, Barenboim...) ocupan encantados nuestros fosos. Son caros, pero también lo eran cuando no venían ni pagados en oro.

La ópera pasó su travesía del desierto por el desinterés de los grandes compositores en trabajar para los circuitos alternativos. Hoy, Ligeti vuelve al Liceo pedido por el público, el Real produce anualmente un estreno contemporáneo y ningún creador se resigna a no tener en catálogo al menos una obra para el teatro. La ópera está viva porque es vida desde hace más de cuatrocientos años (casualmente, la misma edad del periodismo). Y su vitalidad amenaza con vaciar de primeras figuras los espacios "multidisciplinares" de la plástica, tan enrarecidos como el de la comunicación cibernética, donde todo vale y casi nada es valor.