Alejandro Zaera lo tuvo claro desde que acabó su carrera en Madrid en 1987. Sobre la marcha salió pitando de España y anduvo varios años incrementando su background profesional, primero en Harvard, donde acabó el Master Post-Profesional en Arquitectura (March II) y después trabajando en la oficina de Rem Koolhaas, entonces (y ahora) uno de los estudios de arquitectura más reputados. No podía haberlo hecho mejor, puesto que con la hoja de servicios con que salió de Madrid y el incremento de la actividad que por entonces se estaba generando en España, lo aconsejable hubiera sido quedarse. Pero él se fue y con los años se ha convertido en uno de los inspiradores más fecundos e incisivos de la arquitectura contemporánea, manteniéndose, por un par de décadas, dentro del grupo de teóricos y practicantes de la arquitectura, más sugerente e innovador.

Entre una serie de candidatos del más alto crédito académico y profesional, la Universidad de Princeton lo ha elegido hace unos meses para dirigir la Escuela de Arquitectura de allá, con lo que, si la memoria no me falla, se convierte en el segundo español (Moneo fue Charman del Departamento de Arquitectura, pero no director) al que se le encarga la dirección de una escuela de arquitectura norteamericana: al menos en lo referente a las universidades de la Ivy League (la liga de la hiedra), que es como se conoce al grupo de las ocho universidades más influyentes de la costa oriental estadounidense. El otro español fue José Luis Sert, aquel arquitecto catalán tan comedido y silencioso, que revolucionó la arquitectura y el urbanismo de la Cataluña republicana y que a finales de los años treinta tuvo que salir de España con lo puesto. El mismo que para la exposición universal parisina de 1937, construyó el pabellón español para que Pablo Picasso pintara y expusiera el Guernica. Ese insigne arquitecto también fue nombrado dean de la Escuela de Arquitectura de Harvard y se mantuvo al frente de la misma desde 1953 hasta 1969. Dieciséis años, que se dice pronto.

A Alejandro Zaera lo trajimos a Las Palmas a principio de los noventa para que participara en uno de los Másters más completos que se han organizado en la Escuela de Arquitectura. Un Máster de dos años promovido por el Departamento de Urbanismo en el que coincidieron, además del propio Zaera, Elia Zenghelis, Eleni Gigantes, Ben van Berkel, Jeffrey Kipnis, Jos Bosman, Iñaki Ábalos, Juan Herreros, Robert Collová, Susan Brownill, y un largo etcétera de arquitectos y urbanistas, ahora consagrados, pero que entonces solo apuntaban maneras. Alejandro ni siquiera eso, ya que todavía no había construido ni un solo edificio, aunque sus artículos y entrevistas en la revista Croquis, introducían anticipadamente bastantes de los tópicos teóricos que iban a estar en la actualidad más rabiosa durante el entorno temporal del cambio de siglo.

Cualquiera que conozca las universidades americanas por dentro, sabrá el calibre de las condiciones que ponen a un profesional para encomendarle la dirección de una de sus facultades o centros de investigación. Pero es que Alejandro, además de consolidar junto a Farshid Moussavi, una de las oficinas de arquitectura más consideradas de Inglaterra, buena parte de cuya producción ha dado la vuelta al mundo a través de los medios de divulgación y publicaciones más exigentes, dirigió durante diez años el Instituto Berlage de Rotterdam, dedicado casi por entero a la especulación teórica y la experimentación arquitectónica. Alejandro y Farshid despegaron con aquella terminal de pasajeros revolucionaria de Yokohama (Japón) entre 2000 y 2002, a partir de un concurso internacional que habían ganado en 1994 y que fundó toda una corriente proyectual de edificaciones plegadas de conformación horizontal.